martes, 15 de enero de 2013
86 ESCALONES
La primera vez que me enfrenté a ellos era tan joven que creo que hasta tendría acné. Desde luego era más delgada que ahora, y subía de dos en dos, o casi corriendo; no era para menos, porque iba a encontrarme con él.
Los años pasaron por fuera y por dentro. Se sucedieron escenas diferentes, con gran rapidez. Casi, casi, podríamos hacer un anuncio de IKEA con el tema. Esos escalones me vieron bajar llorando, subir en brazos, subir de la mano y medio borracha (o entera, seamos justos y sinceros), subir con mis cosas, pocas, metidas dentro de cajas de cartón.
Y después empecé a bajar regularmente: para ir a trabajar, para pasear al perro, para salir a los bares de abajo a tomarnos algo y "desconectar". Espero que al menos se me permita echar una sonrisita al recordar esa etapa de mi vida; no olvidemos que ya casi no sé lo que es salir de marcha, y que no entiendo muy bien de qué tenía que desconectar exactamente en aquélla época.
Pero yo no era muy consciente de que los escalones estaban allí. Estaban, bajaba y subía, y ya está.
Ah, pero, claro, el anuncio termina, o empieza, con una gran barriga de embarazada.
Y ahí empece a ser consciente de todos y cada uno de los escalones; como para no serlo. Los últimos veinte escalones eran un auténtico suplicio, sobre todo en pleno mes de agosto. Pero ya en ese momento empecé a meditar sobre del inconveniente gordo, el que vendría después.
Primero fue el capazo, que pesaba una barbaridad. Los primeros días, con la cicatriz de la cesárea, bastante tenía con ser capaz yo de llegar a la calle y volver a subir. El papá era el que cargaba con el capazo con la peque dentro, mientra las ruedas se quedaban en el cuartito de abajo. Bajar a la enana en brazos o en portabebés me ponía los nervios de punta, así que después de unos cuantos intentos lo tuve que desechar.
Pero luego me tocó a mi subir el capazo, y bajarlo, parando en cada rellano para respirar y juntar fuerzas. Decidí que lo que más envidiaba en este mundo era una casa con ascensor.
Y luego fue el huevito, que pensé que iba a ser un alivio para mí, por eso de que es menos aparatoso...pero, claro, se me olvidaba que la bebé que iba dentro pesaba bastante más que la recién nacida del capazo. Muerta iba por las escaleras mientras mi hija se reía a carcajadas con el meneito, qué mona.
Estaba deseando pasar a la peque a la silla, como los mayores, y olvidarme de pasearla por las escaleras en receptáculos pesadísimos e incómodos. Pero esta parte fue la peor, con diferencia. Porque, !ja!, la niña iba en la silla por la calle, pero lógicamente era incapaz de subir y bajar las escaleras por sí misma, ni siquiera con ayuda. Cargar con un bebé de 9 meses mientras subes 86 ESCALONES, y bajas 86 ESCALONES (ya me voy calentando), hace que tus brazos y piernas sean más fuertes que los del medalla de oro en gimnasia deportiva, especialidad en anillas.
La ventaja que tiene esto de los escalones forzosos es que también es inevitable que los niños aprendan a ser autónomos en las escaleras muy pronto. Casi se podría decir que han crecido en las escaleras (con sudor y lágrimas de por medio, sí)."Venga, subimos hasta allí y luego te cojo: ¡qué mayor!", "¡Fenomenal!", "Agárrate a la pared, ¿ves?, y me das la otra manita", "Vale, tú ganas, si quieres subir gateando no seré yo la que te lo impida".
Cuando llegó ese momento, el de la autonomía de la mayor, me hice fuerte y decidí, de nuevo, ir a la compra con asiduidad. Pero, aunque era cierto que la historia había mejorado mucho, todavía tenía que coger a la peque en brazos muchas veces, por mil motivos diferentes. Y la peque pesaba más, pesaba media tonelada (o eso parecía), y las bolsas cortaban en los brazos mientras subíamos.
Creo que la autonomía casi total de mi hija mayor llegó sobre los dos años y poco. ¿Os imagináis junto con qué llegó? ¡Pues junto con su hermanito pequeño! Y que conste que en esta ocasión me he saltado todo el segundo embarazo, a pesar de que también hubo verano (cierto que menos), y de que las últimas veinte escaleras eran un suplicio exactamente igual que durante el primer embarazo, añadiendo al panorama una niña que todavía a veces quería que la subiera yo en algunos tramos; y los cortes en los brazos, por supuesto, que ya casi empezaba a parecer un poco masoquista, y no me amilanaba con eso de las compras: un poquito más de leña al fuego, para que no decaiga.
Con el chiquitín todo se complicó, lógico, sobre todo en relación a los 86 escalones. La hermanita mayor era autónoma, pero estaba, digamos, un poquito "rara". Lógico también. Para que os hagáis a la idea: hubo un día en el que salí de casa con todo preparado y en el primer rellano me tuve que dar la vuelta, llorando. Lo que no puede ser no puede ser.
Para qué alargarme más. Más de lo mismo muchas veces, multiplicado todo por 86 y dividido entre tres, aunque no a partes iguales.
Hoy llegué arriba cargada de mochilas y, cuando me giré y vi a mis dos sonrientes hijos esperar a que abriera la puerta de nuestra casita de paja, para empezar cuanto antes a crear sueños nuevos, no pude más que devolverles la sonrisa: de nuevo, por fin, no había sido consciente de esos tan queridos escalones.
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