jueves, 15 de diciembre de 2011

MIS MEJORES MAESTROS

      De la carrera salí sabiendo poco de mucho y mucho de nada. Quizás lo mejor que tiene el paso por la Universidad es que se crean unos esquemas mentales nuevos, a partir de los cuales observar el mundo; y supongo que esa "recolocación mental" varía en función de la carrera que haya elegido cada uno. Eso es lo que queda, nada más. Uno se enfrenta al mundo laboral sólo con esos esquemas, porque lo que son los conocimientos...reconozcámoslo, sirven de poco. De hecho, cuando veo a personas de mi gremio, de los normalitos como yo, hablando con vocabulario técnico y fundamentándolo todo en base a mil teorías, he de reconocer que me pongo roja (yo sé lo que saben, y lo que saben no es nada impresionante). Las personas que más admiro de las que forman parte de mi profesión son las que tienen una forma especial de ver y enfrentarse a las situaciones, las que han llegado más allá en la arquitectura de sus esquemas. Y esas personas suelen ser fáciles de entender, porque quieren llegar a su interlocutor, no confundirlo.

      Así que de mis maestros académicos no voy a hacer grandes reseñas. Los he tenido buenos, pero no son los que más me han marcado. Mis mejores maestros siempre han sido mis alumnos. Es una frase manida y que puede resultar un tanto ñoña, pero os aseguro que es cierta. Ellos no me han enseñado grandes teorías; ellos me han enseñado mucho sobre la vida, que es la materia más importante que quiero cursar. Me gustaría compartir algunas de las experiencias que he vivido a su lado, algunos recuerdos de esos que son imborrables:

  • María tenía 7 años y no articulaba palabra. Ella entraba todos los días en clase enseñándome su camiseta, que siempre era preciosa (su madre me contó que las elegía ella misma), y le encantaba escuchar mis alagos. Su sonrisa era enorme, siempre presente, ante cualquier circunstancia. Un día empezó a levantar el dedo para señalarlo todo; le gustaba que le dijéramos cómo se nombraban las cosas. Ella tenía grandes dificultades para hablar, pero no le importaba: quería conocer. Recibía cada palabra con un aplauso y una carcajada. No aprendió a decir ninguna palabra a lo largo del curso pero, incansablemente, todos los días quería aprender a hablar y todos los días se alegraba ante el milagro del lenguaje.
  • Juan era el eterno bebé. Era un hombretón de 17 años que jugaba al Cu-cu-tras y que escondía su rostro detrás de sus manos. Pintaba con devoción trazos de mil colores con pintura de dedos, y se deleitaba inmensísimamente con cualquier canción. Amaba a sus padres con esa emoción con la que aman los bebés, pero con un cariño incrementado por el paso de los años. Sus padres disfrutaban de la vida a través de sus ojos inocentes. Y, sí, que nadie lo dude: ¡disfrutaban! y no lo hubieran cambiado jamás por cualquier otro diecisieteañero. Él les había enseñado a valorar la importancia del amor. A mí también me transmitió Juan un poco de su sabiduría.
  • Felipe era el "esquizo" del instituto. Así le llamaban sus compañeros, a pesar de que él no era esquizofrénico, aunque sí que tenía un grave trastorno de la personalidad. Él se refería a sí mismo como "hola, soy el esquizo", mientras se moría de pena. Había asumido su apodo después de muchos años de sufrimimento en el colegio y, después, en el instituto. No le gustaba tener esa relación con sus compañeros, pero prefería tener ésa a no tener ninguna, porque quería ser uno más en el grupo. Su frustración era tremenda, infinita, pero tenía una vía de escape: el dibujo. Él se ensimismaba y empezaba a dibujar. "Dibujo como Dios", decía. Yo no sé cómo dibujaría Dios, pero él dibujaba mejor que nadie que yo haya conocido.
  • Celia, de 14 años, suspendía todas las asignaturas. Su nivel de inteligencia, medido en CI, estaba por debajo de la normalidad. Un día le planteé un juego: yo empezaba una historia, escrita, y ella la continuaba. Me devolvió el papel y tardé un rato largo en descifrarlo: no existían casi signos de puntuación, las faltas de ortografía eran aberrantes. Después de frotarme los ojos unas cuantas veces conseguí llegar al texto: era precioso, bellísimo, muy por encima del que había escrito yo. Esta actividad se convirtió en nuestro secreto más preciado, y ambas disfrutábamos muchísimo con ella. Todos los días nos llevábamos textos de ida y vuelta a nuestras casas, y cuando leía los suyos, Celia siempre me sorprendía. Evidentemente, el test de inteligencia que midió su CI debería ser revisado en sus principios básicos.
  • Marcos era el niño perfecto: alegre, sonriente, un poco pillo, trabajador, ayudaba en casa, buen compañero...no puedo decir nada más especial de él, ni nada menos. Todos los profesores del cole queríamos adoptarlo.
      
      Y podría seguir y seguir, pero no quiero dejar de dedicar tiempo a otras personas que me han enseñado mucho en la asignatura de la vida: los padres de estos niños. Expertos donde los haya, nos dan mil vueltas a todos los profesionales y han leído más que cualquiera de nosotros. Volcados en sus hijos y, como comentaba en el caso de Juan, descubriendo el mundo a través de ellos: discriminando qué es lo que vale realmente la pena. Aunque también he conocido padres que, por ejemplo, llevan a sus hijos con discapacidad sucios al colegio, a pesar de que sus otros hijos estuvieran de lo más aseados; pero, todo hay que decirlo, este último grupo es una minoría aplastante. Lo normal es encontrar personas sabias del otro lado, de las que aprender, aprender y seguir aprendiendo, como profesora y, sobre todo, como madre.

3 comentarios:

  1. Qué suerte tienen ellos de tenerte a tí, dejándote sorprender, dejándote enseñar, sin creerte que lo sabes todo.
    Un abrazo

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  2. ¡Cuánto tienen que enseñarnos los niños, y los que son "especiales" de algún modo mucho más pues sus ojos esconden inocencia y muchas veces un algo "mágico" que les hace únicos.!

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  3. Kym, creo que tienes un trabajo precioso y que eres afortunada por tener esa sensibilidad y vocación. Un abrazo desde el túneldelhada.

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